«Tenemos milicos para siete años»

Dónde estaban Néstor y Cristina la noche del golpe de 1976. Sus relaciones y sus movimientos en la hora más oscura.*

Los visitantes se quedaban en la quinta entre tres y cinco días, y rotaban. Lupín y Cristina no llegaron a instalarse, aunque una buena parte de ese verano se pasaron allí días enteros y corridos. Evaluaban con Carlos Labolita** y Gladys qué hacer. Ellos no querían saber nada con regresar a la casa de City Bell.

—Imposible, viejo, la casa está marcada. Hay que irse de ahí —dijo Carlos.

A mediados de febrero hubo un operativo muy grande a una cuadra del lugar. Las fuerzas policiales levantaron una vivienda donde se guarecían unos militantes de la Tendencia, y fue lo que necesitaban para darle la razón a Chiche.

Después de buscar por toda la ciudad, encontraron un lugar en una pensión de calle 10, pasando avenida 60, cerca del Distrito Militar de La Plata. Era un departamento viejo con dos habitaciones pequeñas, un baño, una cocinita y una sala minúscula. Una pocilga. Los muebles, de una antigüedad imposible de determinar, estaban gastados y rotos, las paredes llenas de humedad y mugre acumulada. Era un desastre. Cristina, acostumbrada a vivir en ámbitos más acomodados, no encontraba consuelo. Gladys, una chica de pueblo habituada a adaptarse a condiciones desfavorables, se manejaba con menos problemas.

Pero los cuatro trataban de disimular y pasarla lo mejor posible.

Para despejarse un poco, el fin de semana que comenzaba el viernes 12 de marzo fueron a Las Flores. No era la primera vez que lo hacían. Pensaban que en la tranquilidad del pueblo no tenían nada que temer. No era tan así. Carlos Labolita era objeto de todo tipo de habladurías. Le adjudicaban hasta la toma del Regimiento de Azul, de 1974.

Como en las otras oportunidades, Cristina y Lupín durmieron en la casa de la calle Moreno al 600, donde vivían la mamá y la abuela de Gladys. El sábado comieron con ellas y el domingo con los padres de Chiche, Rosa Banegas y Carlos Orlando. Labolita padre era docente de psicología y filosofía, con ideas socialistas, fundador de la filial del gremio de maestros, CTERA, en Las Flores y con una larga experiencia como obrero ferroviario. En esos días había montado un pequeño negocio de máquinas de escribir.

Volver a la pensión de La Plata fue un cachetazo. El ambiente lóbrego no ayudaba a levantar el estado de ánimo, mientras que el país contemplaba las últimas horas de un gobierno que se caía a pedazos. Los habitantes de la pensión de calle 10 vivían con la permanente angustia de lo que parecía inexorable. Ni siquiera habían desarmado los bolsos, por si acaso hubiese que salir disparando.

El golpe de Estado de las Fuerzas Armadas era cuestión de horas. El plazo de tres meses que le había dado al Gobierno el Comandante en Jefe del Ejército, general Jorge Rafael Videla, en un mensaje público, se cumplía sin cambios. Todos los que tenían una mínima inserción en la política sabían lo que estaba por pasar. Los Montoneros también. El 15 de marzo habían intentado matar a Videla mediante la colocación de una bomba en el edificio Libertador, pero sin éxito.

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El 23 de marzo de 1976 era martes. Victorio Calabró, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, convocó a sus más estrechos colaboradores y les dio las gracias por lo actuado. Su poder se había desvanecido. Casi todos los que trabajaban en el Palacio San Martín se retiraron esa tarde llevándose sus pertenencias. A las 19.30, el gobernador y los ministros de Bienestar Social, Ramón Miralles; de Obras Públicas, Alberto Liberman y de Asuntos Agrarios, Pedro Goin, dejaron la gobernación.

Hubo una calma chicha durante las primeras horas de la noche, y a las diez estalló la ciudad. Un grupo de montoneros atacó a los tiros al edificio del Hipódromo, supuestamente en represalia por el asesinato de un dirigente gremial de la entidad. La policía, el ejército y la marina, plantaron un despliegue enorme, cerraron las calles entre la avenida 1 de 44 a 50 y la calle 122 de 48 a 60, y se tirotearon fuertemente hasta la madrugada. Los montoneros se refugiaron en los edificios de las facultades de Ingeniería y Arquitectura y respondían desde lo alto. Los platenses estaban aterrados. Era una guerra. Desde el departamento de la pensión, Lupín y su grupo escuchaban las detonaciones. Era como el broche final de una etapa y el comienzo de otra. En el centro de la escena, un automóvil Fiat 128 intentó pasar la zona restringida, porque en la confusión no había encontrado otro espacio por donde regresar a Berisso, a donde se dirigía. Efectivos del Batallón de Infantería le dieron el alto, no esperaron mucho y dispararon. Murió el conductor, de apellido Sosa, y los dos acompañantes fueron internados de urgencia.

Fue el único muerto declarado. Solo un agente policial, Guillermo Ortiz, fue herido de un tiro en la clavícula. Según el comunicado oficial del Área Operacional 113, los extremistas habían escapado sin sufrir bajas. Pero en la calle, los testigos hablaban de seis cuerpos perforados sobre la 122 a la altura de 53 y otros siete en los sitios cercanos a las facultades.

Los tiros cesaron. En la pensión de calle 10, Lupín se había quedado despierto escuchando la radio. Cada minuto, el país avanzaba hacia el caos. A las cinco de la mañana, sonó el Comunicado Número 1. Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti habían tomado el Gobierno. Corrió a golpear la puerta de la habitación de sus amigos:

—¡Rajemos que subieron los milicos!

Los cuatro escucharon durante un tiempo largo, evaluando para sí las noticias, hasta que Labolita quebró el silencio.

—Tenemos milicos para siete años —dijo.

Vestidos como estaban, recogieron sus bolsos y dejaron el lugar. Se separaron en la calle. Todavía no había amanecido. Se abrazaron y se desearon la mejor de las suertes, y cada pareja tomó un rumbo diferente. Gladys y Carlos fueron a la Capital Federal.

A la una y media, el Ejército irrumpió en la ciudad de La Plata. Tomó el control de las comisarías provinciales y desplazó al teniente coronel Carlos Alberto Presti al frente de la jefatura de la policía bonaerense y en su lugar puso al jefe del Regimiento 7 de Infantería, Coronel Conde. El general Adolfo Sigwald, comandante de la X Brigada de Infantería, ingresó a la gobernación a bordo de una tanqueta oruga con ametralladora pesada, precedido por dos jeeps y varios pelotones de soldados. Llegó al despacho de Calabró y le dijo:

—No venimos en pie de guerra, no venimos a destruir, sino a construir. No venimos contra el Justicialismo, ni contra la Unión Cívica Radical, ni contra ningún partido político. Venimos a poner orden.

Sigwald tomó el poder provincial y anunció que en ese lugar sería designado el general Ibérico Manuel Saint Jean.

La intervención decretó que cesaban en sus funciones los miembros de los poderes Ejecutivo y Legislativo y de la Suprema Corte. Los edificios caducos y las residencias oficiales quedaban a disposición de las Fuerzas Armadas.

No detuvieron a ningún funcionario, pero les dijeron que si decidían salir de la ciudad debían informarlo. A las cuatro de la tarde se anunció que por 48 horas regía el feriado educacional, bancario, bursátil y cambiario. Las cuentas habían sido congeladas y se suspendían los espectáculos públicos. La única excepción fue para la transmisión del partido del seleccionado argentino de fútbol, desde Polonia.

La Universidad fue intervenida por el Capitán de Navío Eduardo Saccone. Luego sería designado como rector el Dr. Guillermo Gallo, antiguo decano de Veterinaria.

Gladys llamó a su trabajo del sindicato de Sanidad para avisar que no iba a presentarse ese día. Allí le dieron la noticia. El padre de Carlos había sido detenido en Las Flores junto con un joven militante de la JP que trabajaba con él en su taller de máquinas de escribir.

Lo habían llevado a la comisaría local y luego al Regimiento de Azul. En la casa familiar, quedaban sus dos hijas, de 16 y 20 años, y la esposa, que no estaba bien de salud.

Carlos sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombres. Estaba convencido que era él a quien buscaban y habían hecho esta maniobra para presionarlo. Decidió ir a Las Flores y entregarse.

—¡Estás loco! Es ir a la boca del lobo, te van a agarrar y no te van a largar más, andá a saber lo que te pueden hacer —se desesperó Gladys.

—Pero si yo no voy, no lo liberan, entendés.

Carlos estaba desesperado, se sentía entre la espada y la pared, y era imposible hacerle cambiar de opinión. Le pidió a su mujer que lo acompañara y Gladys, incondicional como siempre, terminó aceptando. Primero regresaron a La Plata. Ella se acomodó en casa de unos compañeros de trabajo, y Carlos gestionó la partida.

Antes de irse, pasó por la casa de City Bell. Cristina y Lupín habían vuelto, circunstancialmente, al chalet. Kirchner escuchó la situación que planteaba su amigo y el plan que había diseñado para resolverla. Reaccionó igual que Gladys.

—Estás loco, te van a matar, no vayas a Las Flores, te pido por favor, no vayas.

—Estos tipos me quieren a mí, si voy, no pasa nada. Me meten preso y largan a mi viejo.

No se vieron nunca más.

*Fragmento del libro Setentistas, de Fernando Amato y Christian Boyanovsky Bazán

**Carlos Labolita fue secuestrado y desaparecido en abril de 1976, en Las Flores, provincia de Buenos Aires. Por los crímenes cometidos contra él, en 2011 fue condenado el represor Alejandro Duret a 15 años de prisión.

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