Néstor, el hombre que cambió todo

En el día del cumpleaños de Néstor, compartimos el comienzo del libro de Jorge «Topo» Devoto, Néstor, el hombre que cambió todo, cuya presentación acompañamos recientemente en un cálido encuentro en Villa Palito, La Matanza. Agradecemos al compañero Devoto por la gentileza de permitirnos compartir este valioso fragmento contado por él mismo.

–¿Vos sos Néstor?
–Y vos sos el Topo.
«Sentate», me dijo, y me explicó sus planes mientras viajábamos en el avión que nos trasladaba desde Buenos Aires a Río Gallegos. Era 1987, y me habían pedido que viajara a ayudar a «un compañero que quiere ser intendente» en el sur. Trabajar con un candidato al que yo no conocía no me entusiasmaba. Pero la casualidad quiso que nos encontráramos en esa estrecha fila de asientos, y un par de horas después, cuando el avión tocó tierra, yo ya estaba convencido de seguirlo a donde fuera. De la misma manera, aquel flaco un poco desgarbado, sencillo y directo, pronto convenció golpeando la puerta de cada casa al pueblo de Río Gallegos de que lo consagrara intendente. Años después, ya transformado en gobernador de Santa Cruz, muchas veces lo acompañé en la recorrida permanente por el territorio provincial, que conocía como el interior de su casa. Paramos a cargar nafta y estirar las piernas en la YPF, y proseguir con la conversación recurrente, esa que para los militantes nunca termina: ¿es posible cambiar la realidad del país? Su respuesta era invariable: sin el poder ejecutivo nacional es imposible pensar cambios. Se necesita un plan, y una cantidad de tiempo mínimo para su aplicación.

Me explicó sus planes mientras viajábamos en el avión que nos trasladaba desde Buenos Aires a Río Gallegos. (…) Trabajar con un candidato al que yo no conocía no me entusiasmaba. Pero la casualidad quiso que nos encontráramos en esa estrecha fila de asientos, y un par de horas después, cuando el avión tocó tierra, yo ya estaba convencido de seguirlo a donde fuera.

«Un período de gobierno no alcanza para nada. Una vez que entrás a la Casa Rosada, perdés un montón de tiempo hasta que entendés cómo funciona todo, quién es quién, y cómo hacer para pedir el café y que te lo traigan caliente. Después comenzás a organizar algunas pocas cosas que pueden transformar en serio la realidad. Pero el tiempo vuela. Cuando te querés acordar, faltan seis meses para que termine el mandato, y el café te lo tenés que servir vos, porque estás de salida y ya ni en la cocina te atienden. Así no se puede. Para cambiar las estructuras sociales se necesitan veinte años de un plan continuo, cuatro o cinco mandatos, y eso son por lo menos dos presidentes diferentes. Tenés que gobernar, ser reemplazado, y volver después».

Esas primeras conversaciones me dejaban impactado. Sentía que muchos sueños truncos que nos habían arrebatado los militares y las políticas neoliberales podían dejar de ser una utopía lejana para transformarse en una nueva primavera para todos.

Néstor decidió saludar al país un 25 de mayo del 2003, irrumpiendo en el ámbito político argentino con un discurso que dejó a unos cuantos boquiabiertos: «Vengo a proponerles un sueño», fue casi una declaración de amor, y al mismo tiempo, una estrategia para volver a meter en la senda virtuosa a una sociedad que ya no creía en el regreso de la voluntad popular al poder ejecutivo. También sería una oportunidad para restaurar heridas del pasado: se declaró perteneciente a una generación diezmada, la de los 60 y 70, que puso el cuerpo y el alma en un proyecto truncado por el genocidio, y reivindicó su rol transformador.

Néstor decidió saludar al país un 25 de mayo del 2003, irrumpiendo en el ámbito político argentino con un discurso que dejó a unos cuantos boquiabiertos: «Vengo a proponerles un sueño», fue casi una declaración de amor, y al mismo tiempo, una estrategia para volver a meter en la senda virtuosa a una sociedad que ya no creía en el regreso de la voluntad popular al poder ejecutivo.

Buena parte de aquellos militantes y dirigentes, a pesar de haber sobrevivido a la persecución, ya no estaban con nosotros. Néstor fue de los osados que se atrevieron a transgredir. En el pasado, con su pelo largo, su desfachatez y su entrega en el ámbito de la militancia en La Plata. Años después, le bastó con traer al presente las mismas convicciones que, como dijo ese primer día, no iba a dejar «en la puerta de la Casa Rosada». Y cumplió, desde la primera semana de gobierno, cuando personalmente viajó a Entre Ríos a convencer a los docentes de reanudar el ciclo escolar o en cualquiera de las siguientes etapas en las que le tocó hacerse cargo de los errores del pasado –el default heredado de los gobiernos neoliberales, la negociación con concesionarios energéticos, el no al ALCA o los juicios por «Memoria, Verdad y Justicia»–, Néstor trabajó sin descanso. Decía siempre que no había tiempo para eso. Tengo presente en mi memoria su rutina de trabajo desde hora temprana en Casa de Gobierno, y la extensa jornada nocturna en Olivos. Ningún secretario, durante su gestión, conoció las vacaciones.

Así tomó la vida, a todo o nada. Honrando el compromiso que el pueblo le otorgó. Así lo entendieron sus detractores, también, los poderosos que desde el primer momento cuestionaron su afán por renovar las estructuras del país. Al igual que Raúl Alfonsín antes, y Cristina Fernández después, Néstor Kirchner demostró que un gobierno que no se inclina ante el «círculo rojo» de los que se consideran dueños del país, es atacado en una guerra económica, política y mediática sin cuartel. Solo los que cuentan con el suficiente coraje y sostienen el compromiso con el pueblo, nos demuestran que no importa la edad. A los 20, a los 50 o a los 80, para darlo todo, hay que estar consustanciado con la necesidad de transformación de la Argentina.

No puedo evitar recordarlo en su función de estadista. Lo fue, a cada minuto. Pero al mismo tiempo, sin importar lo trascendente del momento, podía descolgarse con un chiste o una ocurrencia. Aprovechaba los pequeños momentos para sonreír. Una tarde, luego de hablar en un acto de promoción del turismo, con el salón lleno de representantes de agencias y compañías aéreas, al terminar su discurso y bajar del escenario, me tomó del brazo arrastrándome con él hacia la salida. Mientras saludaba con la mano a los asistentes, me decía, en voz baja: «Acompañame a la oficina, que si te ven conmigo, cuando vuelvas al salón, seguro ligás un pasaje gratis».

No importaba la hora o el día, en cualquier momento podía sonar el teléfono. Por ejemplo, en época de elecciones, después de un acto, era invariable la pregunta:
–¿Cómo estuvo? ¿Mucha gente?
–Sí, estaba lleno.
–Decime la verdad, para eso estás.
Siempre frontal. Habíamos jugado una apuesta al iniciarse la campaña presidencial del 2003. Yo insistía en que la victoria estaba lejana. Sería 2007. Néstor porfiaba que sería en el 2003. «Es ahora», me decía. El día de la asunción, cuando se bajó del auto, unos metros antes de ingresar a la explanada, muchos estábamos esperando. Fundido en los abrazos, de pronto me vio, yo no podía más de la emoción. Se acercó, me abrazó, me sacudió las lágrimas, y me dijo en la oreja: «¿Viste que te dije? Este es nuestro tiempo».

Hoy no lo tengo cerca, y como todo argentino de buen corazón, lo extraño. En el 2010, un nutrido grupo de compañeros compartimos una cena para festejar el primer aniversario de la AUH. Néstor era el de siempre, conversamos sobre proyectos, sobre la patria y el porvenir. Horas después, un llamado de un amigo en común me comunicaba que había partido. Como suele suceder, la sorpresa que me provocó la noticia tardó mucho en disiparse. Aún hoy, una década después, sigo recogiendo testimonios de esa condición de militante que marcó su paso por este mundo. Algunos de ellos integran este volumen.

Desde que lo acompañé en su campaña a intendente, luego a gobernador y posteriormente a presidente, tuve el privilegio de ser testigo de una parte de la vida de un tipo que lo cambió todo. Que cambió la manera de encarar la política cuando parecía que ya no habría nada nuevo, gané un amigo de esos que dejan una huella tan importante que aunque no estén físicamente, forman parte de tu historia para siempre, y por sobre todas las cosas, encontré un compañero que enalteció nuestra tarea militante y honró la vida de muchos que ya no estaban. Néstor Kirchner es para mí todo eso: el compromiso, los ideales, la esperanza, la chispa que enciende una luz que signa el rumbo por el cual seguir. Un maestro al que se lo escucha pero del que se aprende más por ver su accionar.

Néstor Kirchner sacudió toda esa pereza, ese dolor y esa frustración con los que nos golpearon los genocidas. Nos devolvió las ganas y la confianza de que la militancia es una manera de caminar esta vida que uno elige, y que una vez que la encaraste, no hay vuelta atrás.

Haber militado en los años más duros de la historia de nuestro país, ver la muerte injusta de jóvenes compañeros de cerca y conocer el dolor del exilio, hace creer que uno ya no se sorprendería por nada, que ya está todo dicho y no queda mucho más por hacer. Néstor Kirchner sacudió toda esa pereza, ese dolor y esa frustración con los que nos golpearon los genocidas. Nos devolvió las ganas y la confianza de que la militancia es una manera de caminar esta vida que uno elige, y que una vez que la encaraste, no hay vuelta atrás. El compromiso con nuestros ideales se persigue y se milita hasta el último aliento.

He colaborado en homenajes múltiples desde su partida. Un libro, un documental, una campaña colaborativa por todo el país, una muestra en el CCK (que el macrismo decidió desmontar y borrar). Hoy nuevamente me encuentro encarando este nuevo libro. Una celebración coral, porque creo fervientemente que Néstor nos pertenece un poco a todos y que es de manera colectiva la mejor manera de honrarlo. He convocado a algunas personas para que me acompañen y le den voz a su recuerdo. Pero quiero que quede

claro que no somos nosotros los únicos que podemos contar la vida de este grande. La vida de Néstor la cuenta el pueblo, la cantan las gargantas de esos pibes que entonan su nombre, la ilustran los brazos tatuados de quienes encontraron un líder, la escriben las paredes donde florecen murales con sus frases más célebres.
De su despedida en Río Gallegos, me queda un último recuerdo imborrable: cuando centenares de trabajadores mineros se hicieron presentes y pidieron que se les permitiera a ellos trasladar a pulso los restos de Néstor, para situarlo en el mausoleo donde descansaría, luego de una vida de lucha.
Lo de la despedida, claro, es una forma de decir, pues, como suelen decir los pibes, Néstor no se murió. Sigue vivo en nuestros corazones. Este es un homenaje más porque la celebración de su vida es inagotable. Es mucho, diría que eterno lo que se le debe agradecer a un hombre que lo cambió todo.
Gracias, Flaco, acá seguimos de pie tratando de cumplir con tu legado.

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